La “historiografía convencional”,
el “análisis plano”, un “artificio nacionalista”, las “conveniencias epocales”
(sic), el “nacionalismo escolar”, la “construcción emenerrista de la identidad
nacional”, la “mirada colonial y occidental”, la “reconstrucción elitista del
proceso”…
Esta colección de adjetivos
calificativos sazona el capítulo uno del libro La Bala no Mata sino el Destino de
Mario Murillo, en la que hace una crónica de la Revolución desde los
testimonios orales de veintiún personas que fueron actores o testigos de los
tres días cruciales de abril de 1952. Para contextualizar su trabajo el autor
parte de una serie de premisas conceptuales y un somero enjuiciamiento de
quienes hemos escrito libros de historia que se dedican específicamente o tocan
ese momento de nuestro pasado. Concluye que la historiografía boliviana sobre la Revolución de 1952,
salvados los estudios de Zavaleta, Almaraz y Antezana (Luis H., no Luis a
secas), es funcional a la construcción de las categorías
nacional-revolucionarias expresadas fundamentalmente por Nacionalismo y
Coloniaje de Carlos Montenegro e impuestas por los primeros gobiernos del MNR.
Cada línea historiográfica o
ensayística –algo que Murillo no dice- tiene su propia lógica interna y
sus alcances concientemente delimitados. No tiene caso comparar el ensayo
sociológico y político con las obras militantes de partido y con las obras de
historia general. Hacerlo es poco serio, tanto en el método como en las
categorías de análisis.
Murillo propone una relectura que
se apoya especialmente en la tesis de su mentora Silvia Rivera y en Ranajit
Guha. Se permite en ese contexto comparaciones entre los tres días de abril de
1952 y la guerra de liberación vietnamita que dejó más de un millón de muertos,
lo que es –cuanto menos- una desmesura.
Los supuestos del libro
cuestionan la licitud de asumir la lectura de nuestro pasado desde una
perspectiva occidental, lo que en su opinión conlleva una actitud “colonial,
marcada por la búsqueda de la verosimilitud, por la cronología unilineal y por
el relato totalizador”, a mi entender aspectos fundamentales en el trabajo
histórico que nada tiene que ver con una actitud colonial.
Se trata de descalificar la
evidente raíz occidental de nuestra cultura (inexcusable en la formación del
pensamiento intelectual boliviano), insistiendo en negar las categorías
construidas a través de casi cinco siglos, que definen uno de los dos brazos
constitutivos de lo boliviano.
La lógica de una supuesta
realidad colonial y mirada colonial posrepublicana, es parte de una tesis que
busca cuestionar la supuesta apropiación hecha por las elites intelectuales de
la construcción del Estado Nación. Pero es en realidad una lectura forzada y
anacrónica en su explicación interna. Presupone que las elites negaron (en el
caso boliviano hay un momento de corte que tiene que ver con los historiadores
de la primera mitad del siglo XX) y niegan aún la participación popular
definida y específica (indígenas, mineros, fabriles, gremiales, cocaleros,
etc.) en los diferentes momentos en que se produjeron cambios fundamentales en
el destino del país a partir de 1952.
Tanto los textos generales como
los especializados publicados en los últimos treinta años, desmienten esa
afirmación que cada vez tiene menos argumentos a los que aferrarse. El problema
está en presuponer que este es un tablero exclusivamente de espacios negros y
espacios blancos.
Por supuesto Murillo cuestiona
nuestra mirada de “historiadores oficiales y de elite”, lo que conlleva –en su
opinión- nuestro interés por consagrar una visión unilateral en la que buscamos
mitificar al MNR y sus líderes como los únicos artífices del proceso del 52.
Lo curioso es que los testimonios
que enriquecen su libro no desmienten las premisas fundamentales que se
pretenden descalificar. La razón es muy sencilla. Es imposible separar las
acciones individuales de las colectivas, los liderazgos intelectuales,
políticos y militares de los liderazgos intermedios y la acción del pueblo. No
parece tener mucho sentido a estas alturas del desarrollo de la historiografía
universal y boliviana, insistir en lecturas parciales que pretendan destacar lo
uno sobre lo otro. No podría entenderse por ejemplo, la Revolución Soviética
sin Lenin, no se podría desentrañar sus tensiones sin Trotsky y su lógica de
poder sin Stalin.
Digamos claramente que no existe
posibilidad de que una Revolución se lleve adelante insumida solo en lo
colectivo. Los liderazgos individuales son imprescindibles.
Es incuestionable además que si
bien el eje del golpe convertido en Revolución tenía como cabeza al MNR y sus
principales dirigentes, muchos de los combatientes en La Paz, El Alto y Oruro no eran
militantes de ese partido ni actuaron necesariamente bajo la conducción o la
convicción partidaria movimientista. Ocurrió con la clase media, con los
fabriles y con los mineros. Hecho que no modifica en lo esencial, como refieren
los valiosos testimonios recogidos, la naturaleza fuertemente teñida por el MNR
de ese momento histórico en Bolivia.
Murillo omite algo muy importante
en su libro; el contexto. Sea porque solo le interesa el tiempo del 8 al 11 de
abril, sea porque contextualizar debilita su hipótesis, prefiere hacer su
crítica desde el vacío. No basta con una nota a pie de página que reza que “al
ser otro el objetivo del trabajo” no hace análisis de prefiguraciones y causas.
Eso estaría muy bien si no dedicara casi medio libro a hacer consideraciones
sobre la totalidad del proceso y juzgar a quienes escribimos sobre esa
totalidad. Para juzgar a los historiadores de ese periodo debiera probar
primero que redactamos nuestras obras prescindiendo intencionalmente de actores
cruciales.
Pero ante todo vale la pena no
olvidar lo evidente, que el MNR logró hacer suyo el discurso revolucionario que
habían acuñado intelectuales como Aguirre Gainsborg y Lora desde el POR, o Arze
desde el PIR. El MNR tomó el poder en 1943 junto a Villarroel, considerado
-como bien apunta Javier Torres Goitia en la obra que nos ocupa- un santo y
mártir por los mineros, lo que ratifica que es el propio pueblo el que
construye sus mitos con nombre y apellido. Lo propio podríamos decir de la
figura de Paz en el ámbito rural en el primer periodo de la Revolución o de Morales
en el actual momento que vivimos. En el duro debate posterior a la tesis de
Pulacayo (1946) los movimientistas lograron copar importantes centros mineros.
En 1949 fue el MNR el que lideró una sublevación que la historia ha denominado
como la “guerra civil de 1949”.
Finalmente, en 1951 el MNR ganó las elecciones a pesar del voto calificado.
Pretender ahora que se la da a ese partido más crédito del que merece y que
hacerlo es un “artificio”, es mucho pretender.
En cuanto a subrayar como si
fuesen protagonistas únicos a Paz Estenssoro, Lechín y Siles, digamos como
simple apunte recordatorio que Paz gobernó Bolivia cuatro veces por un total de
doce años y medio.
Lechín fue secretario ejecutivo
de la COB
ininterrumpidamente desde 1952 hasta 1987 (treinta y cinco años); y Siles
gobernó el país en dos periodos por un total de siete años. El MNR ha sido el
partido más importante de Bolivia desde 1943 hasta 2003. En ese lapso estuvo en
el gobierno como partido o en coalición durante treinta años. Otra vez ¿Será un
“artificio” colocar a esas figuras y ese partido político como centrales –que
no únicas ni exclusivas- en el periodo en debate?
El escritor cita además: “en esta
versión familiar de los Mesa, se trata de una elite paceña, y parte del
resentimiento de la historiografía oriental con respecto a la glorificación
revolucionaria encuentra aquí a la vez origen y razón”. Entre quienes
“glorificamos” están el tarijeño Paz, el cochabambino Guevara y el cruceño
Chávez Ortiz. Nuestra obra tiene en el capítulo de la Revolución títulos
como: “El desarrollo petrolífero y la polémica inversión externa”, “Desarrollo
del Oriente”, “Los campos de concentración” y “Las luchas cívicas cruceñas”.
¿Sesgo paceño?
Siguiendo el razonamiento de
Murillo, sería un “artificio” decir que Morales y su partido, el MAS, lograron
y ejercen una hegemonía sin la que es imposible entender y describir el proceso
generado en 2006, lo que no resta un milímetro al hecho incuestionable de que
ese triunfo fue posible por la acción de movimientos sociales y organizaciones
populares de diverso origen. Como tampoco se puede decir que los sindicatos y
gremios en los cincuenta y los llamados genéricamente movimientos sociales hoy,
no tienen un papel medular en ambos momentos.
Cuando hacemos en nuestra obra
referencia a los debates dramáticos de la cúpula de los insurrectos el 9 y 10
de abril, constatamos algo elemental, que el movimiento tenía un liderazgo
cuyos nombres y papel nadie ha negado nunca. Igual que en 2003 -para dar
respuesta a las preguntas que se hace el autor- fue la iniciativa popular
acumulada y agregada la que transformó una protesta en un movimiento masivo y
un gobierno democrático alineado con la llamada “agenda de Octubre”; en 1952 un
golpe de Estado se transformó en una insurrección por el impulso del pueblo y
en un gobierno revolucionario que aplicó medidas de profunda transformación de
la sociedad.
¿Es muy distinto el culto a la
personalidad a Paz Estenssoro del que se hace hoy al Presidente Morales en el
Estado “descolonizado”? Valga aquí recordar las citas que recoge Murillo de
Tristán Marof sobre Paz Estenssoro para descalificarlo, extraídas de Breve
Biografía de Víctor Paz Estenssoro: Vida y trasfondo de la política boliviana.
Ese libro fue publicado en 1965 bajo la sombra benevolente del gobierno
“restaurador” de René Barrientos. Marof, marxista de origen, había dado el
salto a la derecha más conspicua como secretario privado de Enrique Hertzog y
Mamerto Uriolagoitia muchos años antes, en 1947-1950, y cuando publicó su texto
había sido cooptado por el barrientismo tras el golpe de 1964.
Cuando en nuestro libro nos
referimos a la importancia de las mujeres o los jóvenes, lo hacemos según
Murillo como una “concesión graciosa”. Cuando él hace esa referencia y destaca
a mujeres y jóvenes lo hace aparentemente desde la “legitimidad” (autoasignada)
de la mirada “no oficial”. Lo uno es una “manipulación colonial” lo otro
parecería ser una “reivindicación liberadora”, con el único argumento de la
subjetividad ideológica y de la verdad apropiada per se.
Hace ya muchos años (en nuestro
caso desde la primera edición del libro Historia de Bolivia) que figuras que
eran parte negada del pasado, aquella que recupera la mirada anticolonial
popular e indígena, se han incorporado a la historia con toda su fuerza. Así,
Pablo Zárate Willka, Santos Marka Tula, Faustino y Marcelino Llanque, Francisco
Chipana Ramos, Avelino Siñani, Emilio Carvajal, Carlos Mendoza Mamani, José M.
Ortiz, Guillermo Gamarra y una larga lista de indígenas, mineros y obreros que
lucharon contra el sistema imperante, han sido incorporados en nuestra obra y a
otras historias generales. La saga sangrienta y épica de los levantamientos
indígenas y las masacres desde el poder estatal y de las elites terratenientes;
las acciones reivindicatorias en las minas y las masacres desde el poder
estatal y los barones del estaño, son partes esenciales de las páginas citadas.
La creación de bloques organizados en las ciudades, de hombres y mujeres que
construyeron las federaciones locales gremiales y obreras, el surgimiento de la Federación de Mineros, la CSUTCB y una intrincada red
de avance popular, está ya recogido en todo su significado y dimensión por la
“historiografía oficial”.
Valgan a guisa de ejemplos
algunos fragmentos de nuestro texto sobre el particular: “La emergencia
campesina en el agro y de trabajadores mineros y fabriles en los centros
mineros y ciudades a través de organizaciones con poder real, modificó
radicalmente los estamentos de poder”[1]. “El 17 de abril…se fundó la Central Obrera
Boliviana. Era la culminación de un largo, doloroso y heroico proceso de
construcción de un movimiento proletario que representara a la totalidad de los
trabajadores bolivianos”[2]. Sobre el elocuente padrinazgo estadounidense republicano de la Revolución, escribimos:
“Así, Bolivia con una economía socializada de corte estatista, tuvo que
manejarse con los criterios económicos de EE.UU. y del FMI, lo que a la larga
repercutió en un inadecuado enfoque de los problemas económicos y de
desarrollo”[3]. A propósito de la mitificación de los gobernantes del MNR:
“Las transformaciones que remecieron la estructura misma del país…no supieron
conducirse con la coherencia y madurez suficiente como para sentar bases
definitivas de un proceso de liberación económica y progreso social. Los
errores atribuibles a un nivel de corrupción dentro del partido de gobierno, un
exceso de ambiciones personales que supeditaron la importancia del proceso revolucionario
original…han dejado el camino trunco”[4].
De manera notable, Murillo con un
nuevo adjetivo que dice que reducimos la historia a “una sumatoria de pesos y
medidas”, critica en un libro general de historia, inevitablemente sumario por
su propia característica intrínseca, que los hechos sean narrados sumariamente.
Insiste luego en que hacemos hincapié en los protagonistas principales adecuados
a “nuestros propósitos” de realzar a los jefes del partido y al partido. Por
eso, según él solo mencionamos en los heroicos días de abril “la toma de radio
Illimani, la lucha de los mineros en la
Ceja de El Alto, los enfrentamientos en Miraflores y los
combates de Oruro”. Todos estos hechos recordados cumplidamente por los
protagonistas que relatan sus experiencias en la segunda parte del libro en
cuestión. El único episodio no citado es la batalla de Villa
Victoria-cementerio.
Vale la pena recordar al autor
del libro sobre balas y destino, que el nuestro es el primero de historia
general que hace referencia específica a los combates entre el 9 y el 11 de
abril de 1952.
La construcción del Estado Nación
fue una realidad con sus ideólogos y gestores. La transformación hacia el
imaginario “pluri-multi” fue el paso subsecuente con sus propios teóricos. La
edificación del Estado Republicano Plurinacional tuvo a su vez sus propios
protagonistas. En los tres casos con figuras individuales y liderazgos personales,
tanto como actores colectivos. Contar con todos ellos es imprescindible. Seguir
con las lecturas pendulares y militantes no parece el mejor camino para
consolidar una historiografía que se nutre ya desde hace muchos años de nuestra
tradición indígena y de nuestra tradición occidental.
Ya es tiempo de que los
fervorosos sociólogos, antropólogos e historiadores de la poscolonialidad, se
percaten de que su arremetida contra la “historia oficial” llega tres décadas
tarde.
[1] Mesa Gisbert, Carlos D.- Mesa, José de- Gisbert, Teresa (2012)
– Historia de Bolivia. Octava edición. La Paz, Gisbert. pp. 535
[2] Ibid. pp. 539.
[3] Ibid. pp. 554.
[4] Ibid. pp. 555.
FUENTE: http://carlosdmesa.com
ENLACE A ESTA NOTA: http://carlosdmesa.com/2012/08/25/una-lectura-anacronica-de-la-historia-del-52/
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