Un proyecto político degenera
cuando su horizonte utópico desaparece. Si se renuncia al horizonte propuesto,
entonces toda lucha se reduce a incluirse a lo ya establecido. Lo que se
pretendía revolucionario se vuelve conservador. Si no hay horizonte, tampoco
hay proyecto, la lucha se pierde en el puro cálculo político. Esta devaluación
de la política tiene que ver con la pérdida de horizonte; sin esta referencia,
el único criterio posible es el poder. La lucha es ahora lucha por ganar el
poder. Pero si la única garantía es el poder, entonces hasta el proyecto mismo
se vuelve una mediación más para mantener el poder; de ese modo desaparece el proyecto
y su horizonte, y todo se circunscribe a lo inmediato. Aparece el mentado
“realismo político”; el revolucionario se hace reformista. Perdido el
horizonte, su política se reduce al puro cálculo de intereses; ahora lucha por
el poder, el proyecto que proclamaba se diluye en pura retórica.
El realismo que abraza es su
propia trampa, porque ese realismo es un puro sofisma conservador. Cuando el
realismo es negación de toda utopía, el realismo es lo más irreal que pueda
haber; porque lo utópico no es lo opuesto a lo real. Lo que no hay es siempre
apetencia, deseo, esperanza; aquello que pone en movimiento a lo que sí hay. La
ausencia hace acto de presencia y hace que el presente se ponga en movimiento.
Hay futuro porque hay deseo presente. Sin esa capacidad fecundadora del
presente, el futuro es una pura inercia del tiempo lineal. No hay historia. Por
eso, sin utopía no hay historia, ni realidad.
Cuando desaparece el componente
utópico en la lucha política, toda lucha pierde horizonte; por eso lo único que
aparece como programa viable es su rápida inclusión en el orden establecido. Si
su horizonte se diluye en éste, entonces su lucha pierde toda trascendencia. No
sabe ir más allá de los límites que le son permitidos por el orden actual;
pierde iniciativa, imaginación y, lo que es peor, pierde coherencia. Lo que
produce ya no es lo nuevo, sino lo mismo de siempre.
Por eso el Estado plurinacional
recompone el carácter colonial del Estado. Cuando se evidencia esta situación
regresiva, cuando el propio “proceso de cambio” empieza a recomponer un nuevo
ciclo estatal del mismo Estado señorial, entonces se hace necesario repensar en
aquello que ha sido desdeñado hasta por la tradición marxista (supuestamente
revolucionaria): la tematización acerca de las utopías.
No en vano se pone de moda Walter
Benjamin (alguien mal visto no sólo por los ortodoxos sino hasta por la propia
Escuela de Frankfurt). Tampoco Ernst Bloch es bien visto por los marxistas. Por
lo general la izquierda latinoamericana es profundamente jacobina; prejuiciados
por la modernidad, se han creído el cuento de que la política es racional
porque es científica y, porque es científica, no tiene nada que ver con la
teología. Pero una tematización acerca de las utopías o los modelos ideales no
puede prescindir de aquel ámbito de reflexión. Porque los modelos ideales
tienen que ver con los últimos sentidos de referencia de toda racionalidad y
estos no son precisamente racionales, sino míticos.
Los griegos ya sabían aquello: el
mito es el fundamento del lógos. El supuesto reino de la razón, la modernidad,
tiene también sus mitos; para que se imponga y se expanda su economía, tiene
también que imponer y expandir sus valores. Cuando estos valores constituyen ya
objetivamente a la propia sociedad moderna, entonces la ciencia moderna declara
que ésta ya no tiene nada que ver con los valores, sólo con los hechos. Esto lo
hace Weber y veda al quehacer científico de pronunciarse siquiera con respecto
al modelo ideal que presupone el capitalismo, es decir, el mundo moderno. Toda
la espiritualidad contenida en las mercancías modernas despiertan los deseos de
los consumidores porque estos ya se entienden a sí mismos desde los valores que
impone el modelo ideal de la modernidad; por eso los productos no son simples
productos sino comprimidos de un sistema de vida que penetra en la subjetividad
para adueñarse de ésta. El afán de poseer más y más es un afán cultural que
patrocina una forma de vida que se expande a medida que destruye lo que
garantiza ese apetito desmedido: la humanidad y la naturaleza. Pero no se trata
de un simple afán materialista sino de toda una espiritualidad fetichizada que
es capaz de resignificar hasta a las mismas religiones en torno a la
consagración del mercado y el capital, como los verdaderos ídolos de este
mundo.
Cuando la ciencia no se pronuncia
al respecto, es cuando pierde sentido crítico y sólo se reduce a describir lo
dado, como lo que es y no se puede cambiar (los analistas reflejan esta
devaluación de la ciencia). Cuando la política parte de este prejuicio, se
amputa la posibilidad de trascender lo dado; porque para trascenderlo necesita
de otra referencia, un más allá de lo posible para el sistema, es decir, otro
modelo ideal.
Ahora bien, los modelos ideales
no son invenciones sino actualizaciones de los contenidos potenciales de los
propios mitos. Nadie parte de sí sino de su propia historia; si esto es así,
todo proyecto político se circunscribe también a su historia propia, por eso se
dice: la esperanza es una memoria que desea. Walter Benjamin lo dice de este
modo: “sólo una humanidad redimida es receptora de la totalidad de su pasado,
lo que significa que sólo para una humanidad redimida el pasado es convocable
en todos sus momentos”. Entonces, el horizonte utópico es posible por esa
re-conexión con nuestra historia, lo que hace que el presente se redima y se
reencauce a su verdadero tiempo: el pachakuti.
Pero los jacobinos no creen esto,
por eso ciegamente replican todo lo que critican; porque sus cabezas no son
libres del Estado que critican, por eso no pueden negarlo, porque a partir de
éste se interpretan a sí mismos; por eso luchan por incluirse en éste y
restituirlo bajo nuevas banderas. Por eso no pueden transformar el sentido
mismo del Estado sino desplegar un nuevo ciclo estatal. Sin horizonte utópico
real todo se circunscribe a lo que hay, lo que hay es lo que ven, lo que pueden
contar, medir, manipular, usar, en la medida de sus intereses primordiales, lo
que sí ven: el poder.
Pero lo que no se ve también
existe y su existencia tiene, muchas veces, más consistencia que lo visto. Y
esto que no se ve es lo que mueve a un pueblo: el espíritu de liberación. Si el
político no sabe captar esto, no ha captado la esencia de lo político. Lo que
hace que uno de la vida por el otro no es el cálculo ni el interés sino la
abnegación o, lo que decía el Che, el amor. Este amor no se ve pero se ve sus
efectos; del mismo modo, en la lucha no se ve el espíritu utópico pero se ve lo
que produce. Situarse en ese espíritu sólo es posible también de modo
espiritual. Se trata de situarse desde la perspectiva del sujeto que encarna y
proyecta ese espíritu. Pero si anulo al sujeto anulo también el horizonte
empírico de referencia y la lucha política que emprendo se vacía de contenido.
Desde allí me corrompo. Como dice Zavaleta: “cuando desaparece la cosa sagrada
de la política, sólo queda el cálculo político”. Así como no existe un
individuo sin sueños ni aspiraciones, tampoco un pueblo lucha por luchar. Pero
si el horizonte utópico que contiene no se clarifica, ¿podrá tener futuro su
lucha política? Ahora bien, ¿qué tiene esto que ver con la descolonización?
La tematización de los modelos
ideales tiene que ver con la reflexión acerca del horizonte utópico que
contiene un proyecto político determinado, es decir, en última instancia, un
proyecto de vida; por eso, en resumidas cuentas, un proyecto político tiene que
ver con el todo de la vida, de lo contrario, no puede pretenderse
revolucionario; tampoco el reformismo es un proyecto. Un proyecto político se
asume como tal cuando se asume como un nuevo proyecto de vida, como
consecuencia lógica de que el sistema de vida actual es ya insostenible.
Pues bien, el sistema de vida
actual, es el que por 500 años ha ido dominando al planeta, globalizándose como
sistema-mundo y, consecuentemente, excluyendo y aniquilando toda posible
alternativa que pueda desafiar su pretendido carácter providencial. Entonces,
si lo que constatamos, de modo hasta empírico, es la insostenibilidad de un
sistema de vida que sólo sabe satisfacer el derroche de los ricos del planeta a
costa de la humanidad y la naturaleza, lo que se deduce, hasta lógicamente, es
la producción de nuevas alternativas.
Pero, abrazar una nueva
alternativa sólo es posible si previamente ha ocurrido una toma de conciencia
de la imposibilidad de seguir como hasta ahora. Se trata entonces de un
tránsito. Ante la crisis multiplicada que origina el sistema-mundo moderno, un
mundo nuevo ya no se hace sólo posible sino necesario. Lo posible (la utopía:
un mundo nuevo, más digno y más justo) es lo imposible para este mundo; pero
ese imposible es el verdadero realismo. Lo que no hay pone en su lugar a lo que
hay. Desde lo que hay no puede haber transformación alguna; sólo desde lo que
no hay la transformación se hace inevitable. Si no transformamos el mundo, nos
morimos todos.
Tomar conciencia de esta
situación implica transitar de una forma de vida a otra, pasar de un modelo
ideal a otro: abandonar mis creencias antiguas y proponerme nuevas. Transitar
quiere decir desarrollar un proceso.
Proponerme una nueva forma de vida quiere
decir: partir de nuevas certezas; para que mi existencia tenga un nuevo
sentido, debo clarificarme el sentido de la vida. La clarificación es producto
del conocimiento que produzco en el mismo proceso. La descolonización cobra
entonces importancia, porque se trata de un proceso de desmontaje sistemático
del conocimiento que ha hecho casi imposible nuestra libre y soberana
autodeterminación. Es decir, para producir algo nuevo, debo desmontar previamente
el conocimiento que imposibilita mi reconstitución en cuanto sujeto productor
de lo nuevo.
Las instituciones no son lo que
se ve; sus estructuras no lo determinan la piedra y el cemento sino la
normatividad que organiza sus funciones; esa normatividad es conocimiento que
determina y desarrolla el sentido mismo de la institucionalidad. Cuando el
cambio es sólo nominal o formal, cambia sólo la apariencia, dejando intocado el
sentido mismo de las instituciones; por eso los nuevos actores ya no son nuevos
sino simples relevos de un nuevo ciclo de lo mismo. Si, a nombre de
descolonización, se cree que el simple cambio de apariencia deja atrás al
Estado colonial, lo que se muestra es la más clara afirmación colonial: el
relevo se basta a sí mismo, aunque cargue consigo las mismas taras y
prejuicios; por eso no desmonta la estructura colonial del Estado sino que la
afirma todavía más.
Ese desmontaje no es automático y
no quiere decir un simple cambio de actores; es un desmontaje que requiere
pasar de la conciencia a la autoconciencia, es decir, del deseo de cambio al
cambio efectivo; ya no se trata de destruir sino de construir. Por eso, cuando
de construir se trata, nos encontramos con que lo que producimos es lo mismo
que queríamos superar, entonces se hace inevitable reflexionar acerca del
modelo ideal que nos presupone. Es cuando nos percatamos que nuestro horizonte
de referencia sigue siendo el mismo que sostiene a la economía que tanto
criticamos. Por eso seguimos midiendo nuestras expectativas con los indicadores
que produce el primer mundo, para verificar que tan bien se porta nuestro país
para seguir transfiriendo plusvalor a los centros desarrollados, para así ser
premiados por incrementar la acumulación de capital global (siempre a expensas
nuestras, pero ahora sí, con nuestro propio consentimiento). Entonces, ¿qué es
lo que ha pasado con el “proceso de cambio”?
EL GOLPE AL “PROCESO DE CAMBIO”
Un proceso no tiene sentido si no
se lo atraviesa; ser parte de éste no quiere decir contemplarlo como un algo
que no tiene nada que ver con uno mismo. Sólo se puede dar razón de éste cuando
uno mismo es autor en la realización de sus contenidos. Cuando se encarna el
proceso, su objetivo mismo se manifiesta. Por eso no se puede provocar su
desenlace, es decir, instalarse en el fin del proceso y adjetivarlo desde algún
presunto conocimiento logrado. Lo que un proceso reclama es que su adherencia
sea fiel; construir el camino que aparece en su atravesar es lo que produce el
conocimiento que dé cuenta del proceso mismo. Ese es el camino de la ciencia:
el concepto es el testimonio de la transformación del sujeto; en el concepto
aparece comprimido el conocimiento que ha adquirido el sujeto en su propia
transformación. Por eso hace ciencia no por puro afán especulativo. Hace
ciencia para producir autoconciencia de lo que está siendo. Después de ese
atravesar ya no es el mismo. Más aun cuando se trata de ir de una forma de vida
a otra. La autoconciencia de ese atravesar es la reconstitución de su propia
subjetividad. El hombre nuevo nace de ese modo.
Pero para quien el proceso es
sólo un recurso retórico y se sitúa, en consecuencia, fuera de éste, no tiene
sentido ser parte de aquello. Si tiene todo definido, entonces no parte de la
historia, parte de su conciencia solipsista, encerrada en sus propias
certidumbres. Quien parte de esta conciencia escindida, ha desplazado a la
historia como mero teatro de la razón. Su referencia a la historia es sólo
alegórica. Pero sin historia el presente se queda huérfano. Si el presente
pretende procrear algo, entonces tiene que ponerse en movimiento; el presente
se hace proceso como la necesidad que tiene de desandar su fatalidad (ser lo
puro deducido del pasado) y proponerse una nueva finalidad (ser novedad
histórica).
El “proceso de cambio” que nos
habíamos propuesto contenía la radicalidad de ser un “proceso constituyente”;
por eso era lógicamente concebible la constitución de un nuevo Estado, el
Estado plurinacional; por eso la Asamblea Constituyente
representaba la efectivización de un proyecto de vida común. El horizonte
propuesto ya estaba definido hasta en el preámbulo de la nueva Constitución.
Pero hechos recientes, sobre todo el conflicto a propósito del TIPNIS, ha
desnudado la reposición del carácter señorial del nuevo Estado; además de
ciertas leyes que ya entran hasta en contradicción con la propia Constitución.
Entonces, ¿qué es lo que ha sucedido?
El carácter regresivo que ha ido
adquiriendo el proceder estatal, a nombre del proceso mismo, requiere volver la
mirada un poco atrás. Es cierto que el MAS no fue el abanderado de la
nacionalización, tampoco de la Asamblea Constituyente;
pero optó por aquello. En ese optar se jugó la vida.
Pero no siempre se opta por
convicción, también se puede optar por cálculo político. Cuando los principios
emanados de las marchas de Tierras Bajas y, posteriormente, de la “guerra del
agua” y la “guerra del gas”, encarnaron en la médula de las demandas populares,
se hizo cuasi imposible no asimilarlos en el nuevo lenguaje político. Los nuevos
actores de izquierda no podían prescindir de las demandas nuevas que, además,
gracias a la memoria larga, despertaba, lo que llamó Zavaleta, el modo de
inserción del campesinado en la política: “la forma comunidad”.
El “vivir bien” se constituía
como el horizonte utópico de una forma de vida comunitaria que, las luchas del
presente, actualizaban en las demandas de nacionalización y Asamblea
Constituyente. La elección del primer presidente indígena tenía sentido al
interior del despertar de esta memoria. Por eso la apuesta fue contundente. El
54% del 2005 fue la constatación de que algo había empezado, ese algo se
proponía ser un “proceso”, en el cual se traducía el nuevo desiderátum:
restaurar la lógica de una forma de vida que habíamos negado, por nuestro
carácter colonial, pero que se mostraba, ahora sí, ante la decadencia de la
forma de vida moderna, como más digna y más racional (ante los desequilibrios
que ocasiona la vida moderna, nos proponíamos restaurar un nuevo equilibrio).
Lo cual pasaba por transformar el Estado mismo (como la mediación necesaria
para la realización del nuevo proyecto de vida propuesto). Por eso la Asamblea Constituyente
se reclamaba soberana y originaria, porque el proceso inaugurado tenía carácter
cualitativo: la refundación del sentido mismo de nación. El carácter
plurinacional de ese nuevo sentido, no significaba solamente el reconocimiento
de la diversidad sino que: el sentido mismo de unidad sólo podía ser producción
común. Ser comunidad quería decir: que las decisiones nacionales no pueden ser
privativas de nadie, lo que implicaba, necesariamente, la democratización del
ámbito de las decisiones (sobre todo, a los siempre negados: las naciones
indígenas).
La resistencia conservadora fue
por eso sañuda; el golpe cívico-prefectural fue testimonio de aquello. Pero lo
que no logró la oligarquía en ese golpe fallido, lo pudo el estamento político:
someter al sujeto plurinacional constituyente al orden constituido. La Constitución aprobada
en Oruro (el 2008) fue abierta en La
Paz, donde –con la connivencia del gobierno– los partidos
tradicionales y el MAS, le privaron de su carácter soberano y originario. En
ese momento, no sólo la
Constitución, sino el proceso y el sujeto de ese proceso se
despotenciaba de su carácter constituyente. El orden constituido se había
recompuesto por sobre el propósito fundacional de la misma Asamblea. Se había
negociado la potencia del poder constituyente, es decir, se había excluido y
negado al sujeto constituyente. Esto quiere decir: el “proceso de cambio” había
sido asaltado por el orden constituido.
El Estado señorial tramitaba, de
ese modo, su reposición, bajo nuevas banderas. Quitándole su carácter soberano
al proceso constituyente, lo que se hacía, en definitiva, era quitarle ese carácter
de soberanía al sujeto creador del proceso: el sujeto plurinacional. La
transformación misma del Estado era puesta en suspenso desde el momento en que
el poder constituido reponía sus condiciones institucionales, con las cuales
subsumía la potencia de ese “poder constituyente”, en una domesticación sutil
que el supuesto “nuevo” Estado asumía comedidamente. La colonización
naturalizada había encontrado una nueva forma para su reproducción: el Estado
plurinacional dejaba en la letra muerta su carácter comunitario y asumía, como
tarea inmediata, su propia modernización (es decir, asumía que para ser debía
ser, otra vez, a imagen y semejanza del Estado liberal, confirmando los valores
modernos como los valores que este Estado debía encarnar y desarrollar; o sea,
otra vez, argumentar contra sí mismo, por eso su estructura normativa no sufre
ni siquiera modificaciones, tampoco la preeminencia tecnocrática de su
administración).
Esta nueva forma de reproducción
de una lógica que pervive aun en una conciencia que se asume revolucionaria
pero sin que eso signifique tener conciencia nacional y menos conciencia
plurinacional, manifiesta que los prejuicios señoriales perviven como, lo que
llamaba Zavaleta, “creencias innegociables” que abrazan los nuevos “señores”, en
una nueva reposición de la “paradoja señorial”: su jurada superioridad frente
al indio. El indio ya no es más horizonte empírico de referencia, anulada su
condición de sujeto se clausura su potencia constituyente como mero preámbulo
de un nuevo ciclo estatal.
Otra vez, la razón de Estado no
aparece para resolver las contradicciones sino que el Estado mismo se asume
como la resolución de todas las contradicciones. Ese es el fin de las utopías;
si todas las contradicciones se han resuelto en el Estado, entonces ya no tiene
por qué haber contradicciones y, si aparecen conflictos, estos sólo pueden ser
–fiel al modelo neoliberal– “distorsiones” del proceso; entonces, si aparecen
“distorsiones”, hay que eliminarlas. El Estado mismo se había propuesto como sujeto
único, desplazando al sujeto real plurinacional, cuando decreta la conclusión
del proceso constituyente. En ese momento, el “proceso de cambio” ya no tenía
sentido. Este sujeto sustitutivo había declarado, sin proponérselo, un estado
de excepción: si en el “nuevo” Estado se han resuelto todas las
contradicciones, entonces se ha vuelto auto-referente, ya no hay lugar para la
crítica, tampoco para el sujeto plurinacional, porque ahora, ese sujeto, es el
Estado mismo.
Así se rapta la soberanía: lo
fundado es ahora el fundamento; la sede del poder soberano ya no es el pueblo,
por eso ya no tiene sentido obedecerle, menos consultarle. La creencia señorial
se reedita en un nuevo señorío que no es oligárquico, pero tiene las mismas
aspiraciones; por eso hasta la dirigencia campesina de la CSUTCB declaraba: que los
indios del TIPNIS dejen de ser salvajes y se modernicen. Entonces, el horizonte
de referencia ya no es el horizonte del “vivir bien” sino aquel que sostiene al
capitalismo: el sistema-mundo moderno. Por eso lo indio es, de nuevo, el
obstáculo natural para una inmediata modernización. Por eso se le exige
“civilizarse”, para dar lugar al “progreso” y el “desarrollo” modernos.
Cuando el cacique Seattle decía
que para conocer al hombre blanco, debíamos conocer de qué están hechos sus
sueños, lo que nos decía era que, si descubríamos sus últimas creencias y mitos
que le sostienen, podíamos llegar a comprender por qué actúa como actúa. Ahora
sabemos, por historia, que su más profunda creencia es el mito de su
“superioridad”, que el racismo estructura su racionalidad y cosmovisión propia.
Por ello podemos afirmar que, si todavía nos empecinamos, en mirarnos desde su
óptica euro-norteamericano-céntrica, siempre apareceremos como “inferiores”,
“irracionales” y “salvajes”; de modo que nuestra única esperanza sea la de
“civilizarnos”, o sea, “modernizarnos”, es decir, ser como ellos, “superiores”,
es decir, dominadores. Por eso nos condenamos siempre a replicar su dialéctica
maldita: para ser libres tenemos que buscar siempre a quién dominar. Si desde
aquella óptica aparecemos siempre como “inviables”, se entiende que quienes no
son capaces de salir existencialmente de esa perspectiva, apuesten nomás por
incluirse en este mundo, que aparece como lo único viable, renunciando a toda
otra alternativa, condenada por los prejuicios modernos siempre como lo
imposible.
Por eso la Asamblea no podía ser
originaria y soberana; por eso la “potencia constituyente” debía de
subordinarse al orden constituido: el Estado moderno-liberal. Porque desde la
óptica eurocéntrica, que adopta el colonizado, lo único viable es el modelo
moderno; lo nuestro o lo que pueda emerger de nosotros es, por naturaleza,
“inferior”. Por eso ahora la propia Constitución aparece, hasta para el
gobierno, como incómoda, lo cual nos conduce a presagiar que no falta mucho
para que se la declare inviable y se proponga su reforma, o la suspensión
indefinida de sus postulados (el asunto sobre la consulta indígena, ya mostraba
lo incómoda que resulta la propia Constitución para quien pretende decidir todo
por cuenta propia, expropiando la decisión como patrimonio exclusivamente
suyo).
Si el “proceso de cambio” no
contiene la radicalidad de ser un “proceso constituyente”, entonces no tiene
sentido; acaba siendo un episodio más en el drama de recomposición del Estado
mismo (por eso la reacción ante toda crítica es también dramática: son
“enfermos infantiles” o “desviados ideológicos”). Cuando se decreta la
conclusión del proceso constituyente, lo que se decretó, en realidad, fue el
desplazamiento del sujeto constituyente; el “proceso de cambio” había llegado a
su fin, después de aprobada la
Constitución, podían las naciones irse a sus casas, la
política ahora quedaba en manos de los profesionales. Aquella nueva disponibilidad
plurinacional, al ser despotenciada, fue suprimida. Ese asalto fue un coup
d’Etat. Por eso, en su último mensaje a la nación, nuestro vicepresidente
define a la soberanía como única, absoluta y no compartida, es decir patrimonio
exclusivo del nuevo sujeto sustitutivo. Nadie puede disputarle esa soberanía.
Eso se llama fetichismo del poder: ya no se entiende el mandato como el
ejercicio delegado del poder soberano de la comunidad sino que ahora se cree
que quien manda es la sede absoluta y soberana del poder. Por eso se recompone
el Estado colonial, al recomponer su “carácter señorial”: para mandar se
requiere obedientes.
El orden constituido repone para
sí sus condiciones institucionales, desde las cuales hará posible su inmediata
reposición. Entonces aquel optar (del partido gubernamental) fue producto del
cálculo político. Si negoció al sujeto constituyente, entonces tenía que
ponerse a sí mismo como el sujeto sustitutivo del proceso ya subsumido por la
reposición del Estado señorial. Ahora el Estado podía adjetivar al proceso como
a la mediación de su propia reposición. La soberanía, otra vez, era usurpada.
El pueblo ya no era más sujeto. El “mandar obedeciendo” no tenía ya sentido, ni
la política como “ciencia del servicio”. Por eso el “gasolinazo” y la represión
en Chaparina a los indígenas del TIPNIS, por ejemplo, no eran “errores” sino la
constatación de aquel golpe inicial y la asunción de la elite gubernamental
como sujeto sustitutivo. La desacreditación sistemática y la división promovida
al interior del movimiento indígena y campesino del oriente y occidente, tiene
que ver con la anulación del sujeto constituyente por parte de este sujeto
sustitutivo.
En consecuencia, anulado el
sujeto real, se anula también el horizonte utópico que pueda proyectar este
sujeto. Sin referencia empírica es imposible producir un horizonte y, sin
horizonte, ¿de dónde recupera el “proceso” su sentido? Volvemos al inicio: sin
horizonte, el único “proyecto” parece ser la inclusión al orden establecido; en
el contexto global quiere decir: ingresar al mercado mundial, es decir,
producir, otra vez, para satisfacer exclusivamente las demandas de éste, o sea,
de los ricos del mundo.
EL ANACRONISMO HECHO POLÍTICA DE
ESTADO
Otra de las consecuencias de la
pérdida de horizonte es la pérdida de perspectiva. Si he perdido sentido de
situación sólo puedo remitirme al pasado, entonces, el diagnóstico coyuntural
que puedo realizar, es sólo la imagen de ese pasado. Una política de Estado
requiere de contextualización epocal, de lo contrario, rema a la deriva. La
insistencia gubernamental en la dicotomía imperialismo-nacionalismo sólo podía
indicar la rémora nostálgica de una izquierda atrapada en el siglo XX. No se
había enterado que el mundo unipolar, desde el 2003, había entrado en franco
declive, que la globalización (sobre todo financiera) había oficiado sus
exequias el 2008, y que el “cambio de época” avanzaba hacia un mundo
multipolar, dislocando la hegemonía geopolítica norteamericana desde el
conflicto entre Rusia y Georgia (por Osetia del Sur). Es decir, la situación
novedosa que promovían los países emergentes del BRICS, requería ahora una
nueva lectura geopolítica, cuando se viene rediseñando la disposición
estratégica de la nueva geopolítica global. La lectura anacrónica consistía en
que el empecinamiento focalizado contra el imperialismo no dejaba advertir el
sentido mismo del “cambio de época”, lo que debía traducirse en una nueva
política estratégica: una redefinición de nuestro lugar en la nueva disposición
geopolítica, primero regional y luego global.
Por eso también el proceso de
nacionalización se queda trunco; sin perspectiva epocal y global, la
recuperación de los recursos energéticos acaba siendo sólo formal; los ingresos
aumentan, a condición de dejar de ser estratégicos para el país, pues quien
decide su destino no somos nosotros sino el mercado; es decir, lo que pudiera
haber sido nuestra carta de ingreso en el juego geopolítico, acaba siendo
ofertado como una mercancía más, no sabiendo que, los energéticos, son ahorita,
la carta de supervivencia geopolítica en los nuevos trazados del incipiente
nuevo orden multipolar. El MNR desaprovechó la nueva situación post-segunda
guerra mundial, ahora el MAS desaprovecha el nuevo rediseño geopolítico
multipolar. Atascado en la paranoia anti-imperialista de una izquierda
anacrónica, sólo sabe inflamar la nostalgia romántica de los revolucionarios
del pasado. Perdido en ese pasado, no sabe que en el presente, si uno no sabe
jugar sus cartas energéticas, puede ser fácilmente borrado del nuevo rediseño
mundial.
Si no, veamos lo que está pasando
con Siria (que dista mucho de la ingenua versión que ofrece la prensa nacional,
obediente siempre a lo que dicen CNN o RFI). El tránsito al orden multipolar
pasa por la constatación de que la estabilidad económica y el predominio
político pasa por el control de los energéticos, en este caso del gas (la
llamada energía del siglo XXI). Si no hay aprovisionamiento energético, no hay
industria que tenga futuro. Los rusos y los chinos son conscientes de aquello;
por ello Gazprom y los proyectos North Stream y South Stream (que hacen
depender a la economía europea del gas ruso) dislocan la hegemonía anglosajona
y merman su área de influencia, haciendo difícil para Washington instrumentar el
proyecto Nabbuco (la potestad del negocio del gas por parte de Occidente).
Rusia no sólo establece el nuevo mapa del gas (que desde Turkmenistán, Irán y
Azerbaiyán, configuran un rediseño del Medio Oriente, como la antesala del
control de Europa), sino que, de modo estratégico, lo consolida con los
tratados con China y el Bloque de Shangai.
El otro actor de importancia,
Irán, en julio del 2011, firma acuerdos, con Irak y Siria, para el transporte
de su gas; con ello se disminuía aun más la posible operatividad del proyecto
Nabbuco. Siria aparecía como el principal centro de almacenamiento y puente de
distribución del energético cuyo destino era el mercado europeo (sin contar las
reservas de gas que se descubren en el Mediterráneo oriental, que Siria y Líbano
comparten en gran medida). De ese modo se consolidaba una nueva área
geoestratégica: Irán-Irak-Siria-Líbano. Lo cual termina por aislar
estratégicamente a USA, en una nueva reconfiguración global administrada por el
control del gas. Entonces, el interés por desestabilizar a Siria se hace
urgente, las petromonarquías árabes se prestan al juego de USA y provocan,
desde afuera, lo que muestran las cadenas internacionales. Pero sin este
agregado: se trata de la primera guerra geopolítica del gas. Anular a Siria es
el paso inicial entonces para contener, no sólo a Irán, sino principalmente a
Rusia y China.
¿Qué pasa por este lado del
planeta? La consolidación del Mercosur, con el ingreso de Venezuela, sitúa a
esta región como la quinta economía del mundo; la situación se hace favorable,
pero, en nuestro caso, no hay iniciativa (nuestra Cancillería no tiene ni
siquiera grupos de estudio de asuntos bilaterales con nuestros vecinos), y si
no hay iniciativa, porque no hay horizonte ni perspectiva, no nos sorprendamos
que acabemos, otra vez, devorados, como de costumbre. Porque si se trata de
supervivencia en el nuevo orden multipolar, los grandes (también por sus
apetitos hegemónicos) no velarán por los rezagados.
Un país nunca es independiente
del todo, pero supera su dependencia cuando es consciente de su grado de
dependencia y es capaz de administrar ello para beneficio propio y no
exclusivamente para beneficio ajeno. Por eso no puede ingresar en el mercado
mundial de modo inocente, atendiendo a las necesidades de éste como si fuesen
sus propias necesidades. El modo de su participación es lo que establece su
grado de dependencia. Tampoco las potencias emergentes son tan independientes;
su necesidad de materias primas, corredores geoestratégicos y recursos energéticos,
dan cuenta de su necesidad de cooperación. No siempre el que tiene dinero
manda; manda en la medida en que se lo permite el necesitado. Y no siempre la
inversión extranjera es fundamental para arrancar un desarrollo propio; muchas
veces aquella está diseñada para frenar todo posible desarrollo de nuestros
pueblos.
Cuando nuestro gobierno apuesta
por una carrera desarrollista cae en esa trampa. Su discurso de “defensa de los
derechos de la Madre
Tierra” descubre su propia autocontradicción. Podría mostrarse
como el líder indiscutible de una nueva alternativa económica, que podría
colocarle en la vanguardia de un rediseño económico regional; pero su apuesta
le muestra que no cree en lo que proclama y, si no cree que la Madre tenga derechos, no
puede sino, en los hechos, reproducir un modelo que ya no es alternativa ni
siquiera para el Primer Mundo. Así llegamos a la Novena Marcha y el
estado de confusión que, no sólo reina en el gobierno, sino también en la
propia dirigencia indígena y campesina.
EL TRIUNFO DE LA MEDIOCRACIA
Si lo inmediato es la medida de
mis actos, entonces todo lo que hago no tiene futuro. La falta de perspectiva
viene acompañada por la excesiva adicción a la pendencia continua que provocan
los medios. El gobierno se enfrasca en el circo mediático y no sabe cómo salir
de éste; sigue creyendo ingenuo que más spots le generan credibilidad. Cuando
debiera disminuir aquel poder mediático, no sólo que lo alimenta más
económicamente sino que le da prioridad en su agenda declarativa. Lo que hace
es afirmar más todavía aquella potestad que se arrogan los medios de concebirse
como el tribunal supremo que dictamina la verdad, en nombre de todos; aquella
usurpación de la opinión pública es el patrimonio que ostentan como su poder
real. De ese modo deciden la agenda política, porque ese poder decreta qué es
noticia y qué no lo es; cuando el gobierno entra en ese juego pierde toda
iniciativa, sólo se dedica a rendir cuentas ante un juez que se declara,
también, a sí mismo, como soberano absoluto. Ese poder es la Mediocracia.
Ese poder configuró el perfil
actual de un gobierno que se hizo a imagen y semejanza de los medios. Todas
aquellas imputaciones que aparecieron, sobre todo, en el fallido golpe
cívico-prefectural del 2008 y la resistencia a la Asamblea Constituyente,
cuando los medios se mostraron como los operadores políticos de la resistencia
fascista-conservadora, fueron aquello que el gobierno fue asimilando de modo
revanchista, de modo que la acusación de soberbia, autoritarismo y totalitarismo,
hizo huella. Se creyó que para vencer al monstruo había que hacerse monstruo
también. De tanta calumnia y embuste, el agredido se volvió agresor. El
espectáculo se había consumado: la política se había hecho circo, donde todos
vociferan pero nadie se entiende y nadie escucha.
La confusión es un efecto
premeditado que los medios buscan para devaluar la política, pues la gente,
presa de una información sesgada e intencionada que, además, no controla y, por
ende, no puede interpretar de modo sensato, la política se le hace repugnante,
la vida y la realidad le generan zozobra y angustia, por eso no duda en
refugiarse en el entretenimiento televisivo, ya sea la farándula o el futbol.
La apatía y el desdén que muestra por su propia realidad son algo que producen
los medios, si es que no activa, como en determinadas circunstancias (como en
el golpe cívico-prefectural), el odio y la intolerancia focalizada a un sujeto
concreto.
En este embrollo, la confusión es
lo único que sobresale, por eso la discusión que promueven los medios nunca
aclara nada. La
Mediocracia se erige como la nueva torre de Babel,
produciendo la confusión de lenguas. Alrededor de la Novena Marcha, la
confusión fue total: defendiendo sus posiciones, los unos y los otros,
coadyuvaron a inflamar la confusión; en primer lugar, por ganar todas las
adherencias posibles, la dirigencia indígena, justifica la desconfianza
gubernamental (el magisterio, salubristas y universitarios estaban por puro
encono contra el gobierno; si los primeros, a propósito de la ley Avelino
Siñani, ya habían declarado, que recuperar nuestros saberes indígenas era
volver al salvajismo, que lo indio es el atraso, los otros tampoco piensan
diferente, entonces, ¿qué hacían con los “salvajes” del TIPNIS?); pero no sólo
eso, sino que pactan con los elementos más reaccionarios y racistas de la élite
camba. La consigna parece ser: cuando se está en contra del gobierno, todo
vale; y esto es, también, puro cálculo político. De ese modo, la lucha
degenera.
Los medios habían hecho escarnio
de los dirigentes indígenas en la Asamblea Constituyente
y ahora los convertían en sus héroes (y ese oportunismo contó con la comedida
participación de los propios dirigentes antes agraviados por aquellos mismos
medios). Permitir que cualquiera –sin saber sus intenciones– aparezca en la
palestra indígena, mermó considerablemente la legitimidad de la defensa del
TIPNIS. Y el gobierno, que no sabe ceder en algo que le puede costar
definitivamente su legitimidad, apuesta de modo suicida, casi en todos los
conflictos; lo peor, dividiendo a las organizaciones, no sabe que anula su
estabilidad a largo plazo, pues fragmentando su base de legitimación se amputa
su propia base (los favores que promete es lo que después se hacen deudas
impagables).
La lógica señorial le devuelve a
las prácticas coloniales, de ese modo queda expuesto y lo que los medios
muestran es al entrampado revolcándose en su propia trampa. Por eso todo es
calumnia. El increpado es el chivo expiatorio que debe ser sacrificado para el
bien de todos; por eso crece de nuevo la intolerancia y el apresuramiento
electoralista, en el que el gobierno cae incauto. La Mediocracia decide la
política (inmediatista) del gobierno, no es al revés. Estar a merced de la Mediocracia significa
no tener horizonte ni perspectiva (si no sabe de dónde agarrase, se agarra de
donde menos debiera: del circo montado por los medios). Y está a merced de
estos cuanto más anula su base de legitimidad; quien pretende todo el poder, lo
va perdiendo definitivamente, por eso pacta y negocia: si no tiene apoyo abajo,
lo busca arriba.
Los medios no descansan en la
desacreditación, también por puro cálculo. Cuando suman actores de oposición
contra la apuesta gubernamental, no dicen lo que encubren: que todos ellos,
desde los trotskistas del Magisterio hasta los partidos de derecha, si fueran
gobierno, en el caso del TIPNIS, harían lo mismo o peor, que lo que hace el
gobierno.
LA LIBERACIÓN DE LA TIERRA
En el conflicto del TIPNIS
aparece un tercero excluido. Cuya ausencia denota que ni la dirigencia indígena
es capaz de advertir el verdadero conflicto. A propósito de la consulta, lo que
se discute es su procedimiento, si es previo o no, pero se deja de lado lo
fundamental: ¿qué significa consultar? Por el lado del gobierno, la consulta es
un mero procedimiento formal, sin ninguna repercusión fundamental (sea previa o
no, da lo mismo); por el lado de la dirigencia, la consulta resulta un poder de
negociación. De ese modo, la naturaleza de la consulta se desvirtúa, por ambos
lados. Si el Estado cree que es él quien otorga los derechos, entonces no tiene
sentido consultar; y si el derecho se vuelve poder entonces debe conculcar
algún otro. Porque lo que se consulta tiene que ver con un tercero, que ya no
es tomado en cuenta cuando todo se reduce a una disputa de fuerzas.
El Estado se pretende
autosuficiente y ve en la consulta una disputa con su propio poder; por su
parte, la dirigencia pretende, con la consulta, aumentar su margen de poder (el
sujeto sustitutivo promueve estas disputas). Pero queda al margen la Madre, la PachaMama. Ella no
es sujeto de la consulta sino, otra vez, objeto, y la parte indígena tampoco
reivindica lo que el gobierno ya ha dejado de lado. La proclama de defensa de
los derechos de la Madre
tierra cae en saco roto.
Si tiene derechos, entonces es
sujeto. Pero para el capitalismo y la modernidad no tiene derecho alguno, es un
objeto de la ciencia y una mercancía para la economía. ¿Qué derechos podría
tener? Pero si no es objeto ni mercancía, sino sujeto y, además, Madre,
entonces sus derechos nos obligan a tratarle como a una persona de derechos, o
sea, con derecho a consulta. Los derechos son anteriores a todo Estado de
derecho, ¿qué son anteriores a todo Estado?, el ser humano y la Madre tierra, por tanto sus
derechos son anteriores y el Estado no puede concebirse (como hace el Estado
moderno-liberal) como el fundamento de los derechos. No es el Estado quien
otorga derechos sino quien los reconoce.
La sola admisión declarativa no
confirma el cambio de paradigma. Si condición de la vida humana es que la Madre viva, esto no quiere
decir que su vida es su pura presencia fáctica. Toda vida no es sólo física
sino también espiritual. El contenido espiritual es lo que hace de la persona
un ser sagrado, con dignidad absoluta. La Madre no puede no poseer esa cualidad, por eso es
sujeto de derechos, si es así, lo más plausible es su reconocimiento pleno y no
sesgado. ¿Pero qué vemos en las nuevas leyes? La admisión de transgénicos se
realiza sin considerar las consecuencias en la reproducción de la vida de la Madre, el aplazamiento en la
tenencia excesiva de tierras se hace sin considerar la privación especulativa
de unos sobre otros en el hábitat de la propia Madre, y la post-consulta
resulta un puro trámite que se hace también al margen de la afectada. Entonces,
¿dónde que tiene derechos?, si nunca está presente en las decisiones que se
asumen, ya no sólo al margen de las naciones indígenas sino al margen de la más
afectada.
Si nuestra economía sigue girando
en torno a los criterios capitalistas de la competencia, la acumulación y la
eficacia, es imposible que pueda dar el salto hacia una economía de la
reproducción de la vida de todos. Condición para asegurar la vida humana es
asegurar la vida de la Madre;
pero esto pasa por una resignificación de lo que es la vida. Por eso nuestro
horizonte utópico se determina como “vivir bien”. Para “vivir bien”, no podemos
vivir a expensas de la Madre.
¿Esto significa que ya no podemos producir? No. Significa que no podemos producir
destruyendo (como hace el capitalismo). Destruir, hoy en día, es el modo más
rápido de incrementar las ganancias. Cuanto más destruyen las transnacionales,
más ganancias logran. Esa es la irracionalidad de la racionalidad económica
moderna.
Las civilizaciones precolombinas
no destruían para producir, y lo que produjeron fue una economía sostenible por
milenios. Ahora, más del 60% de la dieta mundial proviene de esas
civilizaciones; ellas, con sus descubrimientos, producción y diversificación de
sus productos, han logrado alimentar al mundo. ¿Qué sería del mundo sin la papa
y el maíz, o el chocolate?, ¿qué sería de la industria farmacéutica sin la coca
y otros productos raptados de la medicina tradicional del Nuevo Mundo?, sin
mencionar a la quinua, al amaranto, etc.
Ninguna civilización anterior a
la moderna se había propuesto jamás el dominio de la naturaleza. Esa es una
apuesta moderna. Ahora vemos planetariamente las consecuencias de aquello.
Recuperar su condición de Madre no es un afán culturalista o
romántico-ecologista. Se trata de que: si ella no vive, tampoco nosotros. La
relación simbiótica que tenemos con la
Madre nos sugiere un circuito de reciprocidad que, si no es
asegurado, aparece el desequilibrio. Su desequilibrio nos afecta porque aquella
relación no es posible de anular: lo que le sucede a ella nos sucede también a
nosotros. El malestar de la cultura no es un fenómeno sólo cultural sino al
interior de este circuito. El cuento de que somos más civilizados cuanto más
lejos estamos de lo natural es una pura falacia; es más bien al revés, cuanto
más natural soy, más humano me vuelvo. Lo que nos define es la relación que
establecemos. En una relación de dominación, nunca somos libres.
Entonces, no se trata de producir
por producir. Se produce para satisfacer las necesidades. La Madre es prodiga porque
actúa como Madre: se desvive por sus hijos; pero cuando sus hijos abusan de sus
favores, entonces sufre en ese su brindar. A la Madre le afecta la condición
ética de quien la habita y la cultiva. No es lo mismo producir para el capital
que producir para la vida. La producción es un acto sobre-natural porque lo que
se produce en la producción es el ser humano mismo; se produce para dominar o
para liberar. En la producción produzco la relación con la Madre. Por eso
necesitamos descolonizar la producción, la distribución y hasta el consumo;
porque en lo producido se comprime lo que de humano he producido. Ese es el
verdadero alimento. Cuando lo que me brinda la Madre no es producto de la explotación, lo que me
brinda es su propia generosidad.
Por eso la Madre ya no puede ser
considerada simplemente como un medio de producción sino un partícipe en la
producción. Y, si es partícipe, entonces tiene voz y voto. Su condición de
sujeto es lo que se me presenta como el reconocimiento pleno de que no estoy
ante un mero recurso a mi disposición. Si obvio todo esto entonces mi
producción es una pura producción mercantil y mi criterio es el mercado, no la
vida. Pero si mi criterio es la vida, entonces mi producción es una relación de
re-conexión con lo que hace posible mi propia vida. Por eso a la PachaMama se le
agradece; eso es lo que les enseñaron los powatan a los pilgrims: que hay
siempre que agradecer. El día de Acción de Gracias era, en su origen, una fiesta
india.
Consultar a la Madre entonces tiene
sentido, pero sólo si se es capaz de ir de una forma de vida a otra. La Madre tiene también sus
portavoces y ellos son los que han mantenido nuestra filiación recíproca con la
que nos da todo. Los amautas son los verdaderos médicos, porque si no
restauramos la armonía con la
Madre, no puede haber armonía en la vida humana y, sin
armonía, estamos expuestos siempre a la enfermedad. Por eso la producción no
puede estar dirigida por criterios exclusivamente mercantiles (eso es fatal en
la producción de alimentos, pues por ganar más y ser más competitivo, los
alimentos que produzco ya no tienen como función nutrir sino incrementar mis
ganancias, como sucede con las transnacionales de los granos y los alimentos).
No se trata entonces de renunciar
a la producción sino de transformar el sentido mismo de la producción (los
incas también hicieron minería y nunca ocasionaron los desastres que ocasiona
la explotación minera moderna). De tanto asesor tecnocrático, nuestro presidente
se ha olvidado que el bienestar general no es lo que miden los indicadores
econométricos, sino lo que se traduce como dignificación de la vida, y ésta no
pasa por una mayor cuantificación en la acumulación material sino en una
cualificación del hecho mismo de vivir (¿de qué me serviría tener todo si mi
vida no tiene sentido?). Una verdadera revolución productiva no quiere decir
producir más para ganar más; una verdadera revolución productiva produce en la
producción nuestra liberación, pero se hace inevitable esta condición: para
liberarnos debemos primero liberar a la Madre. Es decir, a la liberación humana le
antecede la liberación de la
Madre tierra; condición para nuestra liberación es la
liberación de Ella. ¿De qué nos liberamos? De toda pretensión de dominación. De
ese modo superamos al mismo socialismo; porque éste critica la dominación del
capital al trabajo humano pero deja incólume la dominación del trabajo a la
naturaleza. La economía soviética también entendía la riqueza en términos cuantitativos,
por eso tampoco su crecimiento económico consideraba límite alguno. Se había
creído la ilusión moderna: que los recursos son infinitos y, en consecuencia,
el progreso y el crecimiento también lo son.
Una nueva economía requiere de
una nueva racionalidad; su marco categorial no puede establecerse desde los
criterios propios de la racionalidad moderna, la racionalidad medio-fin debe
subordinarse a una racionalidad acorde al circuito natural que establecen ser
humano y naturaleza. En el asunto de la producción, se olvida que la Madre produce por cuenta
propia, y produce aquello sin lo cual es imposible la vida, por ejemplo el agua
y el aire; toda producción no puede permitirse la introducción de factores que
puedan alterar el equilibrio natural, esto significa que, también a los costos
de producción hay que añadir lo que le podría costar a la Madre reproducir lo que se
le ha extraído.
El pedir permiso para
intervenirla no es una mera formalidad, sino la toma de conciencia de su
condición de sujeto, del respeto incluso a su negativa de alguna producción que
pueda requerir (la racionalidad medio-fin puede hasta considerar costos reales
inmediatos pero nunca costos futuros, esta inconsciencia es lo que produce, de
modo no intencional, la crisis ecológica). Se le consulta a alguien cuando se
le considera partícipe y no mero espectador, menos cuando ha de ser afectado
por la decisión que se tome. El modo cómo produzco es lo que decide no sólo la
calidad de mi producción sino su dignificación y, desde que he tomado en
cuenta, no sólo mis necesidades sino las de la Madre, he producido una relación recíproca en la
justicia, que se transfiere al producto; a esa producción no puede
corresponderle un consumo irracional, sino también, el consumo debe
resignificarse como finalidad de aquella producción. Entonces, si se produce
exclusivamente para ganar más, la producción genera consumismo y ese consumo
irracional fomenta también esa forma de producir; pero si produzco en la
justicia, produzco también una nueva forma de consumo; esto trastorna los
hábitos y genera una crisis que debemos saber enfrentar: para ser hombre nuevo
hay que nacer de nuevo. El vientre que hace posible este nuevo nacimiento
nos lo ofrece la
Madre. Involucrar a la naturaleza como partícipe en este
nuevo proyecto de vida, es un reto para la propia concepción que de naturaleza
tiene la ciencia y la economía moderna. Devolverle su condición de sujeto es
devolverle a la humanidad su condición natural y esto quiere decir: humanizar a
la humanidad. El hombre nuevo es el hijo pródigo que regresa a los brazos de la Madre, que siempre han
estado abiertos, esperándole.
La Paz, Bolivia, 12 de agosto de 2012
Rafael Bautista S.
Autor de “LA PRIMERA TEORÍA DE LA DESCOLONIZACIÓN”
de próxima aparición
Rafael Bautista S.
Autor de “LA PRIMERA TEORÍA DE LA DESCOLONIZACIÓN”
de próxima aparición
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