jueves, 5 de julio de 2012

LOS HISTORIADORES DEL 52

*Carlos D. Mesa Gisbert
Entre las miradas posibles al proceso revolucionario de 1952 cuyos sesenta años se han cumplido en 2012, está la de los historiadores del 52, aquellas figuras que contribuyeron a la historiografía boliviana de modo decisivo y que nos permitieron una lectura renovada de nuestro pasado.

No fue un historiador sino un político quien escribió un texto de quiebre que buscó poner en cuestión la óptica liberal encarnada por Arguedas. Carlos Montenegro ganó en 1942 un concurso convocado por la Municipalidad de La Paz sobre la historia del periodismo con un ensayo titulado Nacionalismo y Coloniaje. La obra trascendió los límites de lo propuesto y se convirtió en una historia de la República desde la hipótesis de que la verdadera antinomia que tensionó el poder y las corrientes dominantes era la de “Nación contra la Antinación”. La Nación más allá de la democracia liberal, la Nación desde la defensa de la producción e industria locales, la Nación desde el matrimonio real con la base social, la Nación desde el reconocimiento de los marginados.

La obra que marcó el inició de una reflexión teórica definida luego como “nacional revolucionaria”, no ejerció, sin embargo, un efecto inmediato sino de sedimentación en una pléyade de historiadores jóvenes que en la década de los cincuenta tenían entre 30 y 45 años. Los historiadores del 52 no fueron todos necesariamente militantes del MNR o del proceso, algunos de ellos lo sufrieron y se opusieron a este, prisión y exilio incluidos…

Lo importante de su aporte fue algo más profundo que la pura ideología, fue el de trabajar la historia como una ciencia social, fue la valorización de los archivos y su preservación, fue la lógica de trabajar sobre fuentes primarias, la de corroborar lo que se decía con datos concretos y demostrables, fue la de contrastar fuentes y apelar a documentos originales, fue descubrir que un testamento, un libro de contabilidad, un diario, una correspondencia, unas leyes o decretos, eran un tesoro del que se podía extraer la vitalidad de quienes los hicieron y reconstruir el mundo en que esos documentos fueron escritos.

Esta generación rompió el cerco de los Andes y redescubrió las otras partes del país, el oriente, el norte y el sur; amplió el horizonte de un pasado que se había constreñido a las alturas. Los jóvenes historiadores de entonces demostraron que no era verdad aquello de que “la esclavitud no tiene historia”. El periodo colonial (bastante más largo que el republicano) emergió como un espacio gigantesco y fascinante en el que el arte, la creación humana, la explotación, la sangre, la violencia, la tensión permanente –la paradoja, en suma- podían explicarse a través de catalogación levantamiento y sobre todo comprensión desprejuiciada de los mecanismos que lo hicieron posible.

Desde la arqueología se dio el extraordinario salto que cerró buena parte de la brecha entre la especulación, la mitología del mundo prehispánico y los mecanismos científicos de datación, las excavaciones hechas con rigor y el tratamiento serio de los complejos arqueológicos que a la vuelta de unas décadas mostraron centenares de sitios que abrieron nuestros ojos a un pasado complejo, rico y diverso en las alturas y los llanos.
Comenzaron las investigaciones especializadas, se trabajó en profundidad momentos cruciales de nuestro pasado: las dos grandes guerras que sostuvimos, por ejemplo. Los historiadores del 52 saltaron la barrera de la historia de las elites y comenzaron a escribir historias fundamentales, la del movimiento obrero y la de los indígenas. Los viejos próceres de la Republica empezaron a codearse con líderes populares, dirigentes obreros y gremiales, grandes caciques, apoderados, líderes indios, luchadores que reivindicaron el lugar que le correspondía y les había sido negado.

Profundizaron el estudio de nuestras relaciones internacionales y bucearon en el mundo de las ideas y de la filosofía. Descubrieron las corrientes de pensamiento que influyeron en los procesos de la independencia. La sociología se convirtió en una disciplina complementaria importante, se aplicaron metodologías distintas al positivismo dominante del periodo liberal. Se desarrolló la historia política, se rompieron los diques y pudimos leer obras que reivindicaron lecturas marxistas, indianistas, o estructuralistas.

La historia dejó de ser el esfuerzo heroico de unos pocos que robaban tiempo a su trabajo principal, para transformarse en una tarea y una vocación de tiempo completo. Nació la primera facultad de historia del país en la Universidad Mayor de San Andrés, que ya para los años sesenta del siglo XX estaba formando a nuevos historiadores, los que están en plena vigencia hoy.

Fue un momento de explosión que ha permitido al país contar con una nueva generación de historiadores que han profundizado en una larga lista de historias especializadas, que abarcan desde la historia cuantitativa, hasta la vida cotidiana, pasando por profundas relecturas de la construcción de nuestras identidades.

Mucho, pero mucho le debe Bolivia a esa generación de historiadores del 52 que bajo las alas de la Revolución o a su pesar, nos enseñaron tanto sobre nosotros mismos.

Publicada en Página Siete y Los Tiempos el 17 de junio de 2012


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