Entre las miradas posibles al
proceso revolucionario de 1952 cuyos sesenta años se han cumplido en 2012, está
la de los historiadores del 52, aquellas figuras que contribuyeron a la
historiografía boliviana de modo decisivo y que nos permitieron una lectura
renovada de nuestro pasado.
No fue un historiador sino un
político quien escribió un texto de quiebre que buscó poner en cuestión la óptica
liberal encarnada por Arguedas. Carlos Montenegro ganó en 1942 un concurso
convocado por la
Municipalidad de La
Paz sobre la historia del periodismo con un ensayo titulado Nacionalismo
y Coloniaje. La obra trascendió los límites de lo propuesto y se convirtió en
una historia de la República
desde la hipótesis de que la verdadera antinomia que tensionó el poder y las
corrientes dominantes era la de “Nación contra la Antinación”. La Nación más allá de la
democracia liberal, la Nación
desde la defensa de la producción e industria locales, la Nación desde el matrimonio
real con la base social, la
Nación desde el reconocimiento de los marginados.
La obra que marcó el inició de
una reflexión teórica definida luego como “nacional revolucionaria”, no
ejerció, sin embargo, un efecto inmediato sino de sedimentación en una pléyade
de historiadores jóvenes que en la década de los cincuenta tenían entre 30 y 45
años. Los historiadores del 52 no fueron todos necesariamente militantes del
MNR o del proceso, algunos de ellos lo sufrieron y se opusieron a este, prisión
y exilio incluidos…
Lo importante de su aporte fue
algo más profundo que la pura ideología, fue el de trabajar la historia como
una ciencia social, fue la valorización de los archivos y su preservación, fue la
lógica de trabajar sobre fuentes primarias, la de corroborar lo que se decía
con datos concretos y demostrables, fue la de contrastar fuentes y apelar a
documentos originales, fue descubrir que un testamento, un libro de
contabilidad, un diario, una correspondencia, unas leyes o decretos, eran un
tesoro del que se podía extraer la vitalidad de quienes los hicieron y
reconstruir el mundo en que esos documentos fueron escritos.
Esta generación rompió el cerco
de los Andes y redescubrió las otras partes del país, el oriente, el norte y el
sur; amplió el horizonte de un pasado que se había constreñido a las alturas.
Los jóvenes historiadores de entonces demostraron que no era verdad aquello de
que “la esclavitud no tiene historia”. El periodo colonial (bastante más largo
que el republicano) emergió como un espacio gigantesco y fascinante en el que
el arte, la creación humana, la explotación, la sangre, la violencia, la
tensión permanente –la paradoja, en suma- podían explicarse a través de
catalogación levantamiento y sobre todo comprensión desprejuiciada de los
mecanismos que lo hicieron posible.
Desde la arqueología se dio el
extraordinario salto que cerró buena parte de la brecha entre la especulación,
la mitología del mundo prehispánico y los mecanismos científicos de datación,
las excavaciones hechas con rigor y el tratamiento serio de los complejos
arqueológicos que a la vuelta de unas décadas mostraron centenares de sitios
que abrieron nuestros ojos a un pasado complejo, rico y diverso en las alturas
y los llanos.
Comenzaron las investigaciones
especializadas, se trabajó en profundidad momentos cruciales de nuestro pasado:
las dos grandes guerras que sostuvimos, por ejemplo. Los historiadores del 52
saltaron la barrera de la historia de las elites y comenzaron a escribir
historias fundamentales, la del movimiento obrero y la de los indígenas. Los
viejos próceres de la
Republica empezaron a codearse con líderes populares,
dirigentes obreros y gremiales, grandes caciques, apoderados, líderes indios,
luchadores que reivindicaron el lugar que le correspondía y les había sido
negado.
Profundizaron el estudio de
nuestras relaciones internacionales y bucearon en el mundo de las ideas y de la
filosofía. Descubrieron las corrientes de pensamiento que influyeron en los
procesos de la independencia. La sociología se convirtió en una disciplina
complementaria importante, se aplicaron metodologías distintas al positivismo
dominante del periodo liberal. Se desarrolló la historia política, se rompieron
los diques y pudimos leer obras que reivindicaron lecturas marxistas,
indianistas, o estructuralistas.
La historia dejó de ser el
esfuerzo heroico de unos pocos que robaban tiempo a su trabajo principal, para
transformarse en una tarea y una vocación de tiempo completo. Nació la primera
facultad de historia del país en la Universidad Mayor
de San Andrés, que ya para los años sesenta del siglo XX estaba formando a
nuevos historiadores, los que están en plena vigencia hoy.
Fue un momento de explosión que
ha permitido al país contar con una nueva generación de historiadores que han
profundizado en una larga lista de historias especializadas, que abarcan desde
la historia cuantitativa, hasta la vida cotidiana, pasando por profundas
relecturas de la construcción de nuestras identidades.
Mucho, pero mucho le debe Bolivia
a esa generación de historiadores del 52 que bajo las alas de la Revolución o a su
pesar, nos enseñaron tanto sobre nosotros mismos.
Publicada en Página Siete y Los Tiempos el 17 de junio de 2012
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